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martes, 29 de octubre de 2013

Yo nunca nunca

Por Lorena Hilton Peñaloza -Yo… nunca nunca he jugado al shocking game- dijo mientras se tomaba el tequila de un sorbo. El sabor le quemó los labios, la lengua, la garganta y el estómago. Hizo una mueca con el rostro. Las dos chicas a su derecha lanzaron una risita. -Voy- dijo la siguiente. Absolutamente todas las presentes en la habitación bebieron del caballito. Todas excepto una, la más pequeña. -¿Por qué no bebes?... ¿Acaso nunca lo has hecho? -No, ni pienso- respondió Lucía agitando la cabeza. Marilú la miró con una expresión que oscilaba entre la risa y el desprecio. -¡Vamos!- dijo mientras se ponía de pie de golpe y se sacudía los pantalones de pijama. Lucía la miró confundida. Todas las demás habían presenciado la escena en silencio. Una a una, todas las presentes se fueron incorporando. -Son las dos y media- señaló Tere lanzando un enorme bostezo. Salieron del cuarto de puntitas. En la enorme casa (que para términos prácticos recibía el nombre de mansión), reinaban un silencio y una oscuridad sepulcrales. Las niñas bajaron las escaleras entre pisotones y risitas. El alcohol ya había hecho de las suyas en las venas de las niñas, por lo que sus movimientos eran torpes y en su mayoría mal calculados. Llegaron a lo que parecía ser el cuarto de juegos, o bien el de visitas. -Esperen aquí- ordenó Marilú- Voy por los cinturones. A su llegada, se colocaron todas en un círculo al pie de los sillones. El corazón de las niñas bombeaba con fuerza. -¡Pido! ¡Pido!- exclamó Carolina. Marilú se posó detrás de ella y le colocó el cinto alrededor del cuello. Comenzó a tirar. Poco a poco, el oxígeno comenzó a abandonar su cuerpo. Pasaron unos momentos antes de que Carolina estuviera tirada en la alfombra verde, jadeando. Pasó otra niña y el proceso fue el mismo. Lucía temblaba de miedo; la idea de que el oxígeno dejara de entrar en sus pulmones, (aunque fuesen tan sólo unos momentos), la aterrorizaba. Su turno llegó. Se hincó sobre sus rodillas y sintió el cuero tibio deslizarse sobre su cuello. Cerró los ojos y esa sensación comenzó a apoderarse de ella. Primero sintió lo que solía experimentar cuando se quedaba unos segundos más de lo habitual bajo una alberca. Enseguida se apoderó de ella una sensación de éxtasis tal, que olvidó todo lo que la rodeaba; ya nada la sostenía ni la mantenía unida con nada de lo que había en este mundo. De pronto, lo comprendió. Se vio a sí misma horas antes preguntándole a Marilú que qué harían esa noche. Era ella desvelándose el día anterior hasta las tres de la madrugada haciendo el proyecto para física de Marilú. Era ella rogando a su madre que la dejara pasar esa noche fuera de casa con esas niñas de quienes su mamá nunca parecía estar convencida. Lo comprendió… Comprendió que nunca volvería a sentir mariposas en el estómago la noche antes de Navidad. Que nunca se vería ante el espejo usando ese vestido de graduación que su madre le había regalado como obsequio de cumpleaños y por el cual había trabajado horas extras para costear. Que nunca experimentaría la sensación de la que todos hablan al unir sus labios con los de alguien más. Que nunca volvería a sentir sus pies descalzos en la arena humedecida a causa de las olas del mar. Que nunca volvería a acariciar a su perro mientras que éste la observaba con sus ojos marrones tristes… Simplemente, se había acabado.

Historia de la mesa de un restaurante

Por Lorena Hilton Peñaloza En mi vida he presenciado muchas cosas. He escuchado tantas conversaciones, tantas promesas… me han movido de lugar en lugar, y unos dos hombres molestos han golpeado mi superficie con furia. He sido testigo de contadores nerviosos, de abogados apresurados, de doctores atractivos, de lectores tan apasionados con sus novelas que inclusive, y sin darse cuenta, murmullan fragmentos de sus libros. De Godínez que ríen y parlotean con voz muy alta y que siempre, sin excepción, me unen con otras mesas. He visto piernas largas, piernas cortas, tenis y tacones, trajes y vestidos, esmóquines y minifaldas, overoles y pantalones de lino. De todo ha pasado por mi superficie, lágrimas, gotas de caldo de pollo, azúcar refinada, azúcar morena, azúcar sin calorías, saliva, sudor, cabellos, platos fríos, superficies hirviendo, manteles sucios, manteles limpios, tenedores, relojes, pulseras, manos, codos y brazos. He visto el enojo, la rabia, me han tirado con un movimiento rápido del brazo. Me he roto, me han compuesto. He visto el amor, inocente o complicado. He sentido una mano deslizarse a través de las copas y los tenedores y otra mano que enseguida la entrelaza con la suya o la aparta. He visto las propuestas que prometen toda una vida de unidad bajo el símbolo de una sortija, y he visto también la infidelidad disfrazada de un encuentro de trabajo cuyas caricias con las piernas esconde el mantel. He visto la traición, he visto amenazas, he visto a niños que hacen comentarios imprudentes frente a un invitado y cuyas madres lanzan una patada discreta. He visto a tantos jóvenes desesperados por un examen final, con miles de hojas y cuadernos esparcidos, que a pesar de no entender una palabra de lo que dicen sus tutores, asienten y dicen “aha” a cada rato. En mi vida he visto demasiado, tantas emociones humanas, tantas reuniones, tantas risas, tantas traiciones, tantas miradas… lo he visto todo pero nunca he vivido nada.

Ella

Por Lorena Hilton Peñaloza
El hombre estaba medio muerto, la piel hinchada con múltiples moretones, la ceja abierta, el brazo izquierdo roto, y el cuerpo en general, bañado en lodo y en sangre. Mis pies pisaban las hojas secas mientras caminaba por el verde y solitario bosque. Era una tarde no más fría ni más cálida que otras, no más corta ni más larga. Al llegar al río me senté en la orilla y metí mis pies al agua. Pequeñas gotas me salpicaban cuando me percaté de la presencia de un hombre que yacía a unos metros. Casi di un salto del susto. Parecía muerto, estaba tirado al pie del árbol más cercano. Me quedé ahí, dubitativa. Finalmente algo me dijo que tenía que socorrerlo, así que me paré como resorte y corrí en su encuentro. Estaba completamente inconsciente y muy lastimado. Me quité el vestido blanco y lo remojé en el agua, regresé con él y comencé a lavar su rostro, o lo que parecía quedar de él. Al cabo de unos minutos observé el cielo, un naranja chillante cubría la atmósfera, eran las últimas horas del crepúsculo y ya se hacía tarde; necesitaba regresar, pues mi mamá estaría preocupada si no llegaba en los próximos veinte minutos (tiempo habitual que tardaba en rellenar las dos cubetas de agua y regresar a casa). Llegué a la cabaña (que usualmente llamo hogar) agotada; la espalda me pesaba, sentía mi columna vertebral astillada y horadada. Con un esfuerzo casi sobrehumano, coloqué al hombre en nuestro único sillón. Casi enseguida de que este mismo comenzó a moverse, mi madre abrió la puerta de su habitación. Se había quedado pálida y con los ojos más abiertos que las fauces de un felino al devorar. Abrió la boca, de la cual no hubo sonido alguno. Yo estaba de rodillas frente al sillón, no entendí la razón de su reacción, mas cuando me volví hacia el hombre, este ya no dormía. Él No queda nada, ¿quién soy? Nada… la respuesta es nada. No tengo historia, no tengo pasado, estoy en un limbo, flotando en la eternidad de un vacío. ¿Que cómo llegué aquí? No lo sé. Lo único que sé, es que fui uno de los pocos sobrevivientes de una gran catástrofe, o al menos eso es lo que siempre nos han dicho aquí. Según indican, el día del Juicio Final llegó, y la destrucción fue total. Muy pocos sobrevivieron. Ninguno de nosotros sabe ni recuerda nada. Los que saben son los del traje rojo, el resto vestimos de blanco. Todo aquí es blanco. No sé si esto debería ocurrir, pero a veces por las noches, cuando estoy solo en mi celda, veo cosas, o tal vez… las recuerdo; tengo pequeñas visiones: el cielo, una risa, agua corriendo, una mirada… Aquí no hay cielo, no hay risas, no hay ríos, todo es blanco. <> me digo a mí mismo, y con esta mentalidad, y decidido a encontrar la verdad, salgo de mi celda, la celda 31 en una noche en la que todos duermen y todo es silencio. Casi sobre la punta de mis dedos, me desplazo hasta la puerta que lleva al gran comedor. Una vez ahí, camino casi agazapado, con rapidez y agilidad hasta que llego a la enorme cocina. <>. Miro a mi alrededor, << ¡Oh no!>> Alguien se acerca. Rápidamente me agacho y me arrastro. Me quedo atrás de un mueble metálico. Me quedo esperando unos segundos hasta que entra a la cocina un hombre vestido de rojo, como siempre recto, casi marchando. <>. Ese bastón perverso con el que las manos de los rojos han propiciado tales golpizas que muchas veces han tenido efectos mortales. Yo estoy a la espera. El hombre y sus botas rechinan en el suelo blanco. Se desplaza hacia lo que parece ser un enorme refrigerador y pulsa unos botones al costado del mismo que hacen que éste se abra. Él se mete y la puerta se vuelve a cerrar. Lo sé porque todo este tiempo me he asomado por encima del mueble que me protege. Aguardo. Pasan tal vez quince minutos, (tal vez más), cuando por fin sale el hombre de rojo del supuesto frigorífico. Cierra la puerta y sale de la habitación. Espero unos momentos y corro al aparato. Los primeros números los recuerdo: cinco, ocho y tres, pero no sé los últimos dos. Me quedo algunos minutos intentando hallar los números que componen la combinación que abrirán la puerta a mi única esperanza. Voy en el número veintisiete cuando oigo los pasos de alguien a lo lejos. Por la forma en la que su marcha resuena en el embaldosado, advierto enseguida que es el mismo individuo con el que compartí la habitación momentos antes. Vuelvo a los botones. Cincuenta y ocho mil trescientos veintiocho: aún se escucha lejos. Cincuenta y ocho mil trescientos veintinueve: se abre la puerta del comedor. Cincuenta y ocho mil trescientos treinta: avanza unos pasos. Cincuenta y ocho mil trescientos treinta y uno: un sudor frío me recorre la frente y la espalda, el hombre está muy cerca. Cincuenta y ocho mil trescientos treinta y dos: el acceso se abre. El rojo ha entrado a la cocina y tiene sus dos ojos puestos en mí. Sin dudar un solo segundo me abalanzo y corro hacia el interior de la puerta. Mis pies descalzos se mueven el uno tras del otro con tal frecuencia que dejo de sentir el suelo. El rojo es muy rápido, hay veces en las que siento el roce metálico de su bastón en la parte baja de mi espalda. << ¡Se escapa!>> grita el mismo cuando lo escucho más lejos. Repentinamente se activa una especie de alarma y se encienden luces rojas al costado del camino que hasta ahora estaba en tinieblas. Sigo corriendo, escucho mi respiración alterada. Justo cuando creo que todo ha acabado y acepto el hecho de mi inminente muerte, una puerta se abre a mi derecha y un hombre gigantesco y fornido se cierne sobre mí. Me rodea y sin que pueda al menos parpadear, me introduce en lo que parece ser un cuarto completamente negro. Tiene su enorme brazo posado por debajo de mi barbilla, imposibilitándome la opción de moverme o siquiera de gritar. Un rayo de luz ilumina sus ojos verdes y su piel oscura. Mientras lo miro, escucho botas resonando en el suelo al otro lado de la puerta. Cuando no se oye nada más, quita su brazo de encima de mí y me indica que lo siga. ¿Cómo dar la espalda a la única posible esperanza que me queda? Tengo que confiar en él así lo quiera o no. Me lleva a través de pasillos, damos vueltas, bajamos y subimos. De vez en cuando vuelve su cabeza para ver que le sigo el ritmo, o que le sigo simplemente. Por fin llegamos a un portón del cual la luz se escapa por debajo. –Huye, llega tan lejos como puedas, no pares y no mires atrás. Si te llegan a atrapar, no me conoces. No creas nada acerca de la contaminación, nada es cierto. Algún día lo entenderás, y cuando lo hagas, espero que puedas perdonarme, Jack.- Sus palabras tuvieron en mí el efecto de una bofetada. –Toma, llévatelo- me entrega unas llaves. Permanezco callado. La duda escuece mi ser; hay tantas cosas que quiero preguntarle, que quiero saber, pero sé que no hay tiempo. Dejo pasar la extrañeza de la situación, de que este desconocido sepa mi nombre y de que me ofrezca libertad y abro la puerta con brusquedad. Corro tan rápido que siento que mis músculos se vuelven blandos como goma. Llego al vehículo que seguramente se activará con la llave que porto. Me meto como un loco y arranco como si no existiera un mañana. Acelero a lo largo del bosque deshabitado. Avanzo sin parar en lo que parecen horas, días, tal vez semanas. Llega un punto el que la gasolina se agota, al igual que las provisiones. Muero de hambre y de sed. Me siento débil y sin fuerzas; la garganta me quema y me exige algo fresco. <>. De pronto algo se me ocurre. Miro abajo. <> me digo a mí mismo, y es así que desciendo mi mano y la introduzco debajo de la tela de mi pantalón; después, la llevo a mi boca y absorbo poco a poco el líquido que al contacto de mi lengua es salado y ácido, que no sabe bien pero en este momento de sequía interna me sabe a deleite, a vida. Dejo atrás el vehículo y camino en el verdor de un bosque desolado. No sé qué pensar... y yo que creía que ya no quedaba nada, que ya no existía esto… me hicieron creer que ya no había vida y ahora me encuentro aquí, varado en un sitio en donde todo se compone de tierra y árboles. Escapé suponiendo que encontraría mi libertad, y de nuevo aquí me encuentro encerrado. En medio de mis cavilaciones me distraigo y caigo en lo que parece ser un barranco eterno. Siento golpes y garrotazos. Después todo se vuelve negro. Cuando abro los ojos, me siento desorbitado, un dolor agudo penetra en varias partes de mi cuerpo. ¿En dónde estoy? Entonces, la miro a ella, y cuando veo su mirada siento que he encontrado mi hogar. La veo y vuelvo a comprenderlo todo… La Madre de Ella Su hija ha tardado mucho y comienza a preocuparse. Abre la puerta de su habitación y la encuentra allí pero su alivio no dura mucho, pues al verlo a él se queda helada; después de todos sus intentos por evitarlo, el destino los había vuelto a unir.
A lo mejor es demasiado tarde para todo esto. Pero no puedo evitar pensar que a lo mejor, muy dentro de ti, y con la ayuda de mucha suerte logres perdonarme. Decirte que no fue mi intención y que todo esto fue producto de un error estaría de más, porque tanto yo como tú, sabemos que estaría mintiendo y no nos llevaría a nada. Antes de comenzar esta carta, si así se le puede llamar, tenía tantas cosas que decirte. Las repasaba todas una y otra vez. Mientras iba a la escuela, mientras iba a mis clases. Quise ignorarlo pero supongo que tu recuerdo empezó a tener un peso diferente cuando me di cuenta que eras lo primerito en mi cabeza al despertar y lo último antes de dormir. Te llevaba conmigo a todos lados. Sé que sabes que me dio miedo. ¡Te juro que lo intenté! A lo mejor me faltó dar un poquito más aquí que allá, pero te juro que siempre quise lo mejor para ti. A lo mejor bajo mis términos. Me embargó el miedo de pensar que cuando voltearas hacia atrás yo no fuera más que un recuerdo olvidado en un baúl vacío. Y es por eso que antes caminábamos bajo el mismo cielo, y ahora son tan diferentes. Lo siento muchísimo. No sé en qué palabras ponerlo. No sé de cuántas maneras decirlo. No te ato a mi corazón, o más bien, dejo de hacerlo en este momento para que puedas volar alto y escojas lo que es mejor para ti. Me enseñaste que sobran las palabras cuando se tratan de explicar los sentimientos que se encuentran dentro de nuestro corazón, y es por eso que no espero una respuesta de tu parte pues bajo mis términos no merezco nada más que el silencio. Jamás dudes que te quise. A lo mejor a mi manera. La manera que no te gustó, la manera que odiaste. Ojalá que encuentres a alguien más que te quiera. Y esta vez, asegúrate de que sea a tu manera. Bajo tus términos. Bajo tus requerimientos, que aunque lo niegues, sé que los tienes. Pues yo encajé en ellos como un mal molde. Y aunque te lo dije muchas veces, no quisiste escucharme o simplemente no lo creíste pertinente. Fue de los dos lados, eso sí que jamás se te olvide. A lo mejor tú me querías mucho y sentías que a mí no me importaba nada. Pero la que acabó perdiendo fui yo. Nadie más que yo. Porque cuando tú te fuiste y me dejaste, la que se quedó a recoger los pedazos de todo esto fue otra. Cada loco con su tema.
Te deseo lo mejor y tanta felicidad como la que siempre te deseé. Pero esta vez Alejo sí que se acabó. Nada de cuentos de princesas, sino de realidad. Caminamos por líneas paralelas y ya no doblaré mi vida ni mi ser para que converjamos. Al acabar esta carta, nos acabamos nosotros. Ya nos consumimos. Adiós. Adiós. Adiós.








La tomé entre mis manos y sonreí. Tan perfecta, tan hermosa. Era la esencia pura de Talyah. Su sonrisa. Representaba el momento perfecto en el que nos encontrábamos: una felicidad embriagante. Fue justo el día que decidimos estar juntos, una promesa eterna. ¿Salí bien? preguntó. Siempre, le dije y la besé. Ven, te llevo a tu casa. Manejé feliz por las calles de Siena, feliz de tenerla a mi lado. Paramos en su casa y le entregué la foto. Es un regalo le dije. Dámela, dijo mientras me la arrebataba suavemente de la mano. Agarró una pluma y garabateó sobre la superficie. Leía "Para que nunca se te olvide" ¿Ésta noche? pregunté. Todo, me dijo. El ahora y que te amo. La besé mientras guardaba la fotografía. Qué distante se veía todo aquello. El departamento ahora era de los dos o más bien lo habíamos compartido por dos años. La casa que alguna vez me recibió calurosa ahora no era más que la vívida imagen de un recuerdo. Sin ropa. Deshecho. Un desastre. Se había llevado todo. Su clóset estaba vacío. El escritorio estaba intacto de los cajones, pero su superficie era un desastre. La tele no estaba. Los libros yacían tirados por toda la habitación. Un gesto de apuro para ella, un gesto de tristeza para mí. Un gesto de indecisión por su parte. Un gesto de dolor para mí. Faltaban muchas cosas pero una más importante que todas: ella. No había caso en negarlo. Sí me estaba pasando a mí. Caminé abatido por el departamento, caminando entre los escombros, con la cabeza cabizbaja. La lámpara yacía rota. El álbum de fotos vacío, todo regado por doquier. Moví mi mano entre ellas y ahí es cuando la vi. La foto. El recuerdo. La realidad. Me quedé observándola sobre la superficie. Toda pisoteada y sucia. Su sonrisa. ¿Qué había cambiado? Leí: "Para que nunca se te olvide." ¿Todo? pregunté. Todo, me respondió ella. Todo. ¿Qué te fuiste de mi vida? Que me hiciste alejar. Jamás lo olvidaré. Guardé la fotografía en mi saco.
Por Julia Bracho Ahumada Pulso acelerado, corazón latiendo con mayor rapidez que las manecillas de los segundos de un reloj apresurado por una vida complicada, pie moviéndose con rapidez de arriba a abajo, mirada concentrada aparte de en un maldito tablero, en la inestabilidad de un foco intimidante. Una mano tan decidida como Hitler al meter su primer balazo, movió nuevamente a su peón, bloqueando el paso de mi Reina; pulso se aceleró aún más, mirada bloqueada por párpados cerrados aceptando derrota, gota de sudor justo arriba del ojo; mi mano temblorosa intentando mover su último peón de esperanza, tiró su estética e intimidante Reina, una tensión todavía mayor inundó el reducido cuarto. Sus ojos clavados en mi desesperación, su sonrisa fijada en mi transparente dignidad, su jaque mate esperando mi último maldito movimiento, inevitable, estúpidamente inevitable; mi mirada subió para encontrar la suya, un segundo de locura, un segundo de terror, un segundo de adrenalina; sin dejar de verlo directamente a los ojos mis manos, que ahora no temblaron ni por equivocación, tiraron bruscamente el tablero de un juego que dictaba mi vida; el foco tintineaba más cerca que antes, mi corazón iba a salir de su lugar, mis piernas eran más firmes que mi primer ostentoso movimiento, mi razón más nublada que el cielo antes de un huracán, pero mi cuerpo empapado como si estuviera parado justo en el medio del ojo de un huracán. Un pequeño ruido acabó con la luz del cuarto y el inevitable sonido de la muerte acabó con la miseria de alguno de los dos, sólo la luz podría dar este veredicto.
Por Julia Bracho Ahumada Lo sé, siempre lo supe, no sé qué hago aquí hablando contigo, tú también lo sabías, todos lo sabíamos. No logro explicar el frío que recorre mi cuerpo, y estoy aquí hablando contigo, ¿Por qué contigo? Siento cómo pesa mi cuerpo y no logro detenerlo. Mis párpados sólo están abiertos para mirar a los tuyos, de no ser así, yo ya no estaría aquí. ¿Que dónde estaría? No lo sé, probablemente muy lejos, en un lugar donde vivir no me pesara. Sí, ya sé que estoy aquí, pero no creo aguantar más, no puedo respirar, siento que el cuerpo me quema y en realidad no tengo la maldita fuerza para explicármelo. Momentáneamente siento algo fresco caer sobre mi raspada rodilla, hay esperanza, pensé, mi garganta no emitía una sola palabra, pero mis ojos lo estaban diciendo sin la necesidad de una oración. Sabía lo que tenía que hacer, ¡No hay otra opción! Él sólo me miraba e intentaba perderse en mi locura, comenzó a mirarme fijamente, estúpidamente fijo, quería gritar, llorar, pegarle, no podía. ¡Sabía qué tenía que hacer! Me arrastré por el piso hasta que encontré un sucio recipiente donde dejé salir mi orina y antes de ponerlo en mi imbécil boca, vi cómo él se paraba y desaparecía caminando por la cerrada puerta, llevándose con él una parte de mi locura.

Historia donde los personajes empiezan jugando y terminan matándose

Por David Vargas Fernández Del Busto Sonó la campana del recreo: “Último día de clases, hace mucho no me emocionaba tanto, último día en el que estaría en este patio.” Oscar Iván e Irving salieron de la escuela para ir a casa de Irving por dinero, de regreso a la escuela platicaron a cerca de lo que iban a hacer esa noche. Irving propuso ir a un bar en las Lomas, pero Oscar Iván quería ir al casino. Oscar Iván ganó y los dos fueron al casino, pero el que ganara más dinero al final de la noche, recibiría el dinero del otro conseguido en el casino. Once de la noche, los dos entraron al casino. Oscar Iván comenzó apostando en la ruleta, tomó una buena racha donde ganó treinta mil pesos, Irving impresionado dejó las maquinitas y se fue a los dados. Irving apostó al triple seis, donde las oportunidades de ganar son pocas pero si lo logras ganas ciento nueve por ciento de veces más. Irving apostó quinientos pesos, para sorpresa suya ganó, y con esto casi doblaba el dinero que había ganado Iván en la ruleta. Los dos se mantuvieron al final de la noche. Oscar Iván consiguió quinientos noventa mil trescientos pesos e Irving trescientos mil pesos. Irving apostó todo su dinero, sólo así podría ganarle a Oscar Iván. Fue a la ruleta, apostó los trescientos mil pesos al rojo. Ganó. Oscar Iván no lo podía creer, salió corriendo del casino. Al día siguiente, fue a casa de Irving, sacó un cuchillo y lo mató.

La mesa del restaurante cuenta su historia

Por Arturo Jesús Cerón Yebra Escuchar por fin la cortina de la entrada principal cerrarse, y observar que por fin todas las luces están apagadas, me anuncian que mi jornada por fin acaba. Después de una larga noche de escuchar chillante música, sentir cómo cerveza fría se cae sobre mí, y filosos tacones que bailan poco a poco me perforan, decido permanecer y esperar hasta que la siguiente noche se aparezca. Burdeos es un lugar excitante, en donde sólo bastan unas cuantas rondas de alcohol para desenmascarar las más grandes y sucias mentiras. Sobre mí se apoyan todo tipo de hombres. Desde el más viejo y cansado tratando de obtener cinco minutos de gozo, hasta el más joven explorando lo que la mala vida es. Aquí, tu día es mi noche y mi noche es tu día, en punto de las once ya sé qué es lo que me espera. Las meseras se apuran, los tarros esperan ser llenados y yo espero ser pisado. Las luces verdes, rojas y moradas nos anuncian la apertura y el inicio de una noche en la que para muchos será su perdición.

Sobrevivencia de Andrés Arnau

Un diminuto agujero que se asomaba entre los escombros era el equivalente al cielo. En un momento en el que la desesperación, la impotencia, y la resignación de saber que no verás a quien más quieres nunca más, lo único que queda es aferrarte a lo último que vas a ver en tu vida: un diminuto agujero que se sentía como enormes bocanadas de aire. Las primeras dos horas fueron las peores. No creo que ningún hombre merezca escuchar los desconsolables gritos de tu hija de tres años, llena de sufrimiento y dolor, más aún cuando el dolor no te deja contestarle, ni siquiera para poder despedirte. Lo único que me ha consolado en las siguientes quince horas es la idea de que se va a poder reunir con su madre, quien nos dejó hace ya un año y medio, producto de la leucemia. Me consuela mucho, pero al mismo tiempo me atormenta. Quizá no esté listo; tengo miedo, tengo frío, tengo sed y tengo hambre, le imploro y le reclamo al Señor, ¿Por qué no morí en el momento? ¿Por qué he sufrido tanto solamente para saber que me espera el mismo destino? Pero no, no estoy listo, quizá aún no. Llevo veintiún horas en una posición que describiría como favorable. Mi cabeza pudo ser fácilmente aplastada por todo el edificio, pero de alguna manera tengo la mitad de mi cuerpo sobreviviendo, de mis piernas, llevo tiempo sin sentir mucho. Esta es la peor etapa. Alucino. La veo a ella. Las veo a las dos. Las escucho gritar. Me piden que vaya pero de alguna manera me aferro, esto no es lo que realmente me pedirían. Entonces la mente trabaja como una licuadora, son demasiadas emociones ahora mismo, y llega un momento en el que te desconoces, y también lo que haces. Con un esfuerzo descomunal, me bajé el cierre y mi orina la dosificaba en pequeños tragos; después de inhalar polvo por tanto tiempo, realmente me supo a gloria. Espero que después de esto pueda seguir contemplando aquel diminuto agujero, pues no, no estoy listo aún.

jueves, 22 de agosto de 2013

Cuento

Sin encontrarme, aquí estoy. En algún un lugar en el espacio y en el tiempo sin ningún rastro de mi propia identidad. Volteo hacia un lado y miro mi reflejo. Tengo una nariz alargada, subrayada por un breve y delgado bigote (me da la impresión de haberme visto antes). Estoy sentado en una de las mesas del Café X. Es un establecimiento de madera y con espejos en las paredes en el que se sirve café con leche a las señoras desempleadas y café irlandés a las almas desesperadas; en una de las más recónditas esquinas de esta ciudad sobrepoblada de soledad. No tengo ni la menor pista de cómo, ni quién ni cuándo ni entonces ni nada sobre mí. Tan sólo unos borrosos y lejanos recuerdos casi ajenos, en los que aparezco en primera persona. Un niño sin padres ni juguetes, un estudiante más en la lista, un soltero desempleado, un músico frustrado... Una especie de remordimiento crece dentro de mí. Desesperado busco respuestas primero en el fondo de la taza vacía, y luego en los bolsillos de mi pantalón. No encuentro más que montones de letras en desorden. Guardo de nuevo las grafías en mis bolsillos y me voy a buscar a otro lado. Tomo mi abrigo y sombrero del perchero de la entrada y salgo del local. El sol está bajando. La calle es de piedra y hay gente caminando en diferentes direcciones. El sulfúrico olor a carbón que trae el humo de las fábricas en el viento me hace sentir una extraña nostalgia nauseabunda. Conozco estas calles. De pronto, algo me recuerda que en la bolsa interior del abrigo hay un artefacto que suelo usar para evitar el contacto con las personas desconocidas al encontrarlas en la calle, y para saber en qué posición me encuentro en relación al tiempo. Saco de ahí otro montón de letras, pero ahora más pequeñas: son cinco. Las acomodo en la palma de la mano, mientras empiezo a caminar apresurado hacia donde mis pasos me guían (sé a donde ir). El montoncito dice “jlore”. Intento distintas combinaciones sin dejar de caminar. “Orjle”, “rojel”, “leroj”, me acerco cada vez más. Es un reloj. Son las seis con cuarenta y nueve de la tarde. Sigo caminando, cada vez con más seguridad y ocultando mi desesperación con naturalidad. Me siento frágil como una hoja de papel. Avanzo dos cuadras de esta ciudad que me hace sentir incómodamente en casa, o que a penas estoy conociendo. Cruzando la calle paso enfrente de la cantina en la que todos los expresidentes de este país, vivos o muertos, se juntan a jugar cartas o billar una vez por semana. Al observarlo, aparece en mi cabeza otro de estos recuerdos al borde de la segunda persona donde, por alguna absurda coincidencia, entré a esta cantina y observé con el cinismo con el que, a pesar de todas sus diferencias ideológicas y rivalidades que tuvieron en vida o durante su gobierno, los expresidentes actúan ahora como grandes amigos de hace tiempo y bromean con el “yo nacionalicé esto, pues yo lo expropié, que tu partido y tu época, y que el mío y en mi siglo…” La calle siguiente sigue bloqueada por el movimiento de los manifestantes a favor de la abolición de la distancia. Cruzo por la algarabía de gritos y letreros con consignas absurdas y algo metafísicas, recibo algunos empujones existenciales y con dificultad logro llegar a la estación de tranvía. Después de darme cuenta de que, coherentes con sus objetivos, los manifestantes han bloqueado el transporte público, me veo obligado a seguir caminando, pero ¿a dónde? Unas cuadras más adelante, alcanzo a ver una plaza sin mucha gente. Llego a sentarme una banca junto a un árbol seco, e intento recordar más sobre este ser extraño que parece ser yo. Empiezan a surgir datos sobre mi presente, empiezo a saber casi con certeza quién soy, y me resulta aún más conflictivo que estar sin personalidad. Nací en junio y hablo muy poco, desde siempre. Por las mañanas tomo café sin azúcar y por las noches, ginebra sin medida. Las palabras que me ahorro como locutor, las aprovecho como escritor. A eso me dedico: soy escritor. Mi obra publicada no es nada proporcional a mi obra escrita. De vez en cuando he hecho reseñas para el periódico local y escrito en las páginas que no lee nadie; he vendido dos novelas cortas, un recuento de sonetos, entre otros textos que me han ayudado últimamente, junto con mi trabajo en la oficina de telégrafos, a pagar la renta del departamento en el que, a duras penas, logré acomodar todos mis libros y paso la mayoría de mi tiempo frente a la máquina de escribir o empuñando la pluma. Me doy cuenta de que no es realmente el reencuentro de mi identidad lo que me perturba, es sólo algo secundario. Hay algo más allá. Va mucho más lejos. De repente, una ráfaga de viento me levanta y me empieza a revolcar volando por toda la plaza, me mezcla con el polvo y me revuelve sin poderlo evitar. Termino por aterrizar un poco arrugado en el piso. Esto me hace notar algo más. No soy un hombre. El escritor se ha escrito a sí mismo en estas hojas de papel que ahora buscan su propósito. Es eso lo que soy. No un hombre, sino la proyección de un hombre de sí mismo: el mismo hombre, al fin. ¿Para qué lo hizo? ¿Para qué me hice? Debo encontrarlo. Encontrarme conmigo para descubrir mi propósito. Entro a la pieza en donde suelo trabajar en la oficina de telégrafos para buscar cualquier pista. Sobre el pequeño escritorio de trabajo se encuentra un cuaderno. Sostener su envoltura de piel me hace sentir de alguna manera seguro. Es aquí en donde he escrito algunas de mis memorias, mis pensamientos, mis historias. Es en estas hojas en donde entro a escapar de la soledad hundiéndome en ella, acompañado por nadie, por mi ser y mi alma. Siendo ahora un producto de esta desesperada huída de la realidad, temo abrirlo, no sé lo que podría encontrar, pero es el único enlace que tengo conmigo. Lo abro y de las páginas empiezan a salir incontables recuerdos, imágenes, personajes ficticios y reales, dibujos, letras, objetos, historias que se ponen en torno a mí y me observan. En la pequeña oficina a penas caben estos seres sin color ni vida nacidos de esta nostálgica explosión silenciosa. Un pintor árabe con bigote blanco que pinta ecuaciones matemáticas; una trabajadora de una fábrica de carbón; una niña que quiere tener una criatura mitológica como mascota a falta de amor maternal; un poeta suicida. La luz de una débil bombilla que cuelga del techo se alcanza a repartir entre cada uno de nosotros. “¿Cómo me encuentro? ¿Para qué fui escrito?” me atrevo a preguntar. La voz tan familiar de un niño triste, unísona con el resto de las cosas y unos violines gitanos de fondo, me dice: “Viajas del final al principio, en donde encontrarás el final. Tu propósito ya has cumplido y no estás lejos de encontrarte con él.” Mientras me alejo de la oficina de telégrafos y la música gitana va haciéndose cada vez menor en mi cabeza, saco de la bolsa de mi abrigo el pedazo de papel doblado que cayó al piso cuando abrí el cuaderno. Lo desdoblo: “¿Por qué? Para ponerle un fin a esta insomne agonía de un alma perdida en esta vida sin sentido.” Definitivamente es mi caligrafía. Mi preocupación crece, creo saber ya cuál es mi propósito, para qué me escribí. Aparentemente, los últimos años después de tantas depresiones etílicas, he estado perdiendo poco a poco, parte por parte, como una señora pierde la llave de su casa, las ganas de vivir. Algunas veces, las he perdido porque las dejé en la plaza el otro día, cuando no apareció la mujer que conocí en el Café X. Cuendo regresé, ya no estaban. Otras veces, cuando leo el periódico y me entero de las monótonas noticias de violencia, progreso, corrupción, todas iguales. La mayor parte, cuando me quedo solo, reflexionando, intentando aceptar mis fracasos, sin poder dormir y vaciando los vasos de ginebra, uno tras otro, hasta el amanecer. Pero otra parte de mí, sospecho, ha estado buscando una manera de salir de este hoyo, aunque sólo disponga de una pala. Usarla para escalar, en vez de seguir escarbando. Escribir, construir, crear una obra maestra que me ayude a salir de estos estancamientos como marea alta para un barco encallado. Para eso fui escrito. No puede haber otra razón. Mi propósito es sacarnos de ahí para avanzar, sin olvidar el pasado, sino viéndolo con otros ojos y sin la distorsión de la náusea existencial ni el alcohol, hacia un futuro con más color, más música. Pero él no quiere. Debo hallarlo. Sería absurdo preguntar a algún ser humano en dónde podría encontrarme, estando yo en frente de ellos. Así que acudo una vez más a mi poco confiable sistema intuitivo. Los demás escritos me dijeron que estaba avanzando un camino de su final a su principio, que sería su final. También, conociéndome, a estas horas de la noche estaría en mi departamento de renta, escribiendo o bebiendo, o ambas. Me dirijo hacia allá. Mis pasos conocen el camino, casi tanto como el camino a mis pasos. Voy lo más rápido que puedo, como quien va a recibir el barco en el que probablemente regresen sus seres queridos de la guerra, con una poderosa, pero ingenua esperanza. El viento sopla cada vez más fuerte y me dificulta el paso. Se acerca una gran tormenta. Al fin, casi alcanzado por las primeras gotas de lluvia, me encuentro enfrente a la puerta del departamento. Tengo la certeza de estar dentro. Pero he perdido la llave. He perdido la llave. No, esto no me detendrá. Me deslizo por debajo de la puerta y entro a la pequeña sala del departamento, en donde están todos mis libros y hay una mesa con una vela apagada. Afuera ya empezó a llover. Un relámpago ilumina el cuarto a través de una pequeña ventana y me hace sentir el estómago vacío. Estoy ahora frente a la puerta de la recámara en la que hay una cama, una silla y un escritorio con la máquina de escribir. Estoy del otro lado de esta puerta. ¿Qué espero? Abro la puerta con todas mis fuerzas, lo más rápido posible y tomo aire para gritar algo, lo que sea, cuando me encuentro con una escena más impactante y reveladora que cualquier expectativa que pude haber tenido. Un olor a pólvora me llega hasta el cerebro. Estoy sosteniendo un revólver con el cañón todavía caliente y humeante, frente a mí está mi propio cadáver, muy lejos de la putrefacción, con un balazo en el ojo izquierdo. Acabo de dispararle y cae sobre la máquina de escribir, escribiendo su muerte con sangre sobre las hojas de papel. Tengo en la mano la nota suicida que acabo de escribir. Sin entender lo que pasa, la leo: “Dejo aquí mi obra maestra, cumpliendo su propósito: su fin. Después de agotar toda vía de escape, de libertad, de concilio, no he encontrado otro remedio que terminar esta vida sin sentido, llena de fracasos, llena de nada, vacía. No me quedó más remedio que poner tierra sobre el hoyo en que he caí…” Ha triunfado. Acabo de darme un tiro. Lo maté a él. Me maté a mí. Estoy muerto.